¿Amber Heard o Johnny Depp? ¿Belinda o Christian Nodal? ¿Shakira iGerard Pique? La lista es interminable, parejas que hicieron famoso su gran amor y terminaron en medio de profundos arranques de celos. Sí celos. ¿Que son los celos? Esto me dijo PFCH.

Los celos son verdes. Lo dijo Shakespeare. Pero no verde pasto sino verde bilis. Y son horribles. Son un pulpo de ácido muriático nadándole por la vida a quien los sufre, una especie de hoja de afeitar embravecida patinándole en el estómago del alma.
Existe consenso general en cuanto que representan una probadita del infierno, y hay a quien le toca sentirlos desde los dos años con la feliz llegada de un hermanito; pero no hay nadie decente a quien no le toque sentirlos nunca y, no obstante, todos hacen como que no, nada más para no aderezarlos encima con la humillación, porque en esta sociedad macha, supuestamente habitada por Rambos, psíquicos que todo lo pueden y nada les duelo, los celos tienen muy mala fama.
Los psicólogos, esos fisicoculturistas de la mente, dicen que son muestra de inseguridad, signo de inmadurez, falta de autoestima, debilidad del yo. Pero los celos son algo más serio que el neoliberalismo de la personalidad. No se trata de la insensatez de un individuo, sino de la fragilidad de una comunidad que se formó entre dos, por citar el caso típico; toda vez, que en efecto, la pareja es una sociedad, igualita que la grandota, con sus mismas reglas, efemérides y corrupciones. Lo débil es una colectividad; el verde bilis es el color de una sociedad amenazada, y lo que hace el celoso es defenderla contra las fuerzas y poderes internos que la socaban.
Esa comunidad débil y verde alguna vez fue fuerte y color de rosa, por ejemplo: cuando se juraron la eternidad, periodo mítico que se conoce con el nombre de «luna de miel» y que representa la fundación de una sociedad. Entonces cada uno solamente tenía ojos para el otro, al grado que de tanto mirarse se volvían una unidad en el más puro estilo Timbiriche: «Tú y yo somos uno mismo», que es precisamente como se originan las parejas, las sectas, las naciones y otras sociedades. Es ese momento lo que celebran en los aniversarios, sea de casados o de la independencia. Es tan intenso ese momento originario de deseos deseándose, que ahí se genera una fuerza recíproca, mutua, de la que se alimenta la pareja. Y los susodichos se sienten soñados.
Pero sucede lo de siempre, a saber: uno de los asociados cree que la fuerza que siente le viene de sí mismo, como luz propia, y se cree lo máximo y se le olvida que para sentirse soñado se necesita que alguien lo sueñe y entonces, se desentiende, se ocupa de los suyo: la chamba, el coche, la política, y sin darse cuenta se convierte en ninguneador del otro, su perdonavidas, con lo cual no engaña, no hace nada malo, excepto pasar por alto el hecho de que pertenece a una sociedad, causa suficiente para corroerla de un modo sutil e impensado.
Pero el celoso, con su perspicacia legendaria, se da cuenta. Etimológicamente, un celoso es un vigilante, el vigía de la comunidad. Los celos son el intento loco de recomponer de cuajo la sociedad en cuestión; es decir, de insistir en que vuelva a ser la misma del primer día de la eternidad cuando no había ojos para nada más.
El celoso quiere la locura del primer día: quisiera ser todo lo que el otro mira, cada persona, perro o tarántula que el otro voltea a ver; ser el dueño de todas las esquinas, posters, zapatos y mugre de las uñas en que el otro se fija; ser el autor de todas las canciones, chistes, pláticas y silencios que el otro oye, y oler a lo que huelen los perfumes y saber a lo que sabe la sopa que el otro prueba, porque se acuerda cuando significaba todo eso para el otro. Pero, por lo mismo, de un sólo golpe quisiera deshacerse de todas las personas, zapatos, chistes y perfumes con los que el otro se distrae de uno. No tolera que ahora existan dos personas donde antes había una sola sociedad.
Y los celos, como todo afecto, duran quince segundos o varios años, pero, como todo afecto, se disuelven y se terminan de una de dos maneras de tres posibles. Primera: se revienta la sociedad de la pareja y sólo resta rendirle un homenaje a quien apostó a «todo o nada», y ya había perdido de antemano. Segunda: se rinde y la crisis pasa a la mesa de las negociaciones, donde se trueca el «todo o nada» por una rutinita moderada, monótona, ni verde ni rosa pero duradera, que en las sociedades modernas se llama pareja civilizada y en las civilizaciones mayores se llama DEMOCRACIA. Y la tercera manera, que no se da, es que los celos nunca acaban en una segunda luna de miel. Podrá haber otro primer día, y afortunadamente es frecuente, sólo que se da en otra parte y con alguien distinto.